Uno de los retratos más amenos e interesantes de la existencia y las relaciones personales de Blasco Ibáñez durante sus años en la Costa Azul, es el que incorporó Josep Pla en su famosa colección de semblanzas Homenots. A través de él, el lector puede seguir los pasos de Blasco por ambientes bien distintos a los que alimentaron, por ejemplo, la imaginación creadora plasmada en sus novelas y cuentos valencianos. El mismo Pla verificaría de primera mano cómo el éxito y, en consecuencia, la bonanza económica habían contribuido decisivamente en los nuevos hábitos diarios del novelista, así como influyeron en la orientación de su literatura. Y fue también Pla quien refirió una anécdota que ponía de manifiesto la popularidad internacional del autor valenciano:
Estaven a punt de començar a Cannes els partits internacionals de tenis de la Copa Davis. En el curs del dinar Blasco es va treure un telegrama de la butxaca. Era un telegrama d’un sindicat de diaris americans que oferia a l’autor de La barraca set-cents dòlars per cada telegrama que tingués a bé enviar-los sobre els partits del concurs que assenyalàvem.
¿Aceptaría Blasco un ofrecimiento que, de forma puntual, le iba a transformar en comentarista deportivo? Teniendo en cuenta que el novelista confesó no tener idea alguna del citado deporte, tanto Pla como los ilustres comensales que le acompañaban a la mesa en el Café de París, quedaron extrañados por el cariz de su respuesta: «La proposició s´ha d’acceptar encara que només sigui per cortesía. Faré els telegrames».
Sobre tal escrito o escritos y su autoría Josep Pla arrojó una sombra de duda, al decir: «Blasco no féu pas els telegrames, però els féu fer a un altre, els firmà i els cobrà. L’única cosa desagradable és que hagué d’anar a Cannes i asistir als partits».
Frente a la versión de un testimonio directo, determinados aspectos del episodio parecer apuntar en un sentido diferente al aludido e invitan a mirar hacia atrás en el tiempo, para adentrarse en los territorios del tenis femenino.
En la década de 1920, a nivel europeo despuntó la figura de la francesa Suzanne Lenglen, apodada La Divine, por la cantidad de prestigiosos torneos ganados (Campeonato de Francia, Wimbledon) y la racha de más de ciento ochenta victorias consecutivas. Convertida en figura estelar, muchos aseguraban que esta mujer carismática y de mucho carácter era una deportista imbatible. Nadie parecía poder disputarle la corona, puesto que además en aquella época eran poco frecuentes los desplazamientos entre continentes de las tenistas. Precisamente por ello, los también tenistas Charles Aeschlimann y Francis Fisher se decidieron a organizar en Cannes un gran evento, para el que se le buscó a Lenglen una rival de relumbrón: Helen Wills, ganadora hasta entonces de tres ediciones del US National, y seis años más joven que la tenista francesa. Lo que vino a llamarse «el partido del siglo», en expresión tan recurrente, iba, pues, a enfrentar en una especie de competición mundial a la dominadora del circuito europeo (Lenglen) y a estrella puntera, y emergente, en los Estados Unidos (Wills).
El 16 de febrero de 1926 fue la fecha elegida para un duelo que situó frente a frente, por primera y única vez, a las famosas deportistas. El lugar elegido, las instalaciones del Carlton Club de Cannes. La expectación que provocó dicho evento fue de tal magnitud, que las entradas para el partido se agotaron inmediatamente, pese a lo elevado del precio, y hubo que levantar unas tribunas adicionales. Nadie quería perderse un espectáculo cuya repercusión internacional garantizaba la prensa estadounidense. En ella, y más concretamente, en el faldón del San Francisco Examiner, del 16 de febrero, el nombre de Blasco Ibáñez ya aparecía vinculado a la noticia.
Y en efecto, solo un día después, varios rotativos informaron del partido con la versión suministrada por el novelista: «Blasco Ibanez says Helen much prettier and cooler; Mlle. Lenglen an artist» (Buffalo Courier), «Vincente Blasco Ibanez, famous novelist, gives Word pictures of Mlle Lenglen and Miss Wills» (St. Petersburg Times), «Blasco Ibanez likens the victorious Suzanne to a young Spanish toreador» (The Miami Herald), «Ibanez finds our Helen prettier» (The Salt Lake Tribune), «Helen Wills to triumph in end, says noted critic» (San Francisco Examiner).
Aparte de la obligada mención del triunfo de Lenglen, en el escrito remitido por Blasco no aparecía referencia alguna al resultado de las dos mangas: 6-3 y 8-6. Tampoco menudearon los datos alusivos a las virtudes tenísticas o a los golpes decisivos de las rivales. En cambio, el inesperado reportero cumplió a la perfección con el recurso a los detalles necesarios para recrear lo que para alguien que nunca había presenciado un partido se antojaba un auténtico evento social. Así las cifras aportadas para encarecer el interés del enfrentamiento. El aforo del recinto era de 3500 personas, aunque pudieron congregarse casi unas mil más. Asimismo, si la capacidad del anfiteatro hubiera sido superior, quizá las cifras se hubiesen multiplicado. La prueba evidente de ello era el número de espectadores encaramados sobre árboles o en los tejados de las construcciones contiguas, unos espectadores que, por lo demás, semejaban bastante ruidosos, llegando a molestar con sus ovaciones y griterío a aquellos cuya posición económica les permitió ocupar las gradas. De esta multitud cosmopolita y aristocrática, procedente de varios países, incluso del Indostán, Blasco daría buena destacando el dato exótico de sus indumentarias: «los hombres de color chocolate del Indostán y las damas parsis con sus togas orientales en azul, rosa y rojo con manos de oro formaban una parte de los espectadores».
Casi la mitad del artículo vino a ser una descripción de ambiente, en el sobresalieron finalmente las tenistas, de las que la mirada del observador retuvo el colorido de sus vestidos y se aventuró a destilar impresiones sobre su carácter: acostumbrada al liderazgo y temperamental, Lenglen; mucho más fría y tranquila, Wills.
Luego, iniciado el encuentro a las 11 de la mañana, lo que sucedió sobre la pista fue recogido por el autor con unas maneras que afianzan su autoría. Del mismo modo que antaño Blasco, buscó los orígenes de la tauromaquia en determinadas costumbres nobiliarias medievales, aquí haría lo propio, estableciendo un paralelismo entre el tenis y cierto episodio de la Odisea homérica. En idéntico sentido, si la recurrencia continuada al «yo» en su crónica podía ser una fórmula empleada para enmascarar su autoría: «I confess that I am a very incompetent judge of games», la lectura que realizó del juego y del resultado permiten desvanecer las suspicacias.
Blasco sabía que sus lectores iban a ser norteamericanos, y, por ende, pretendió endulzar la derrota de su compatriota con cierto posicionamiento parcial. A pesar de reconocer que tanto Lenglen como Wills jugaron como dos máquinas inteligentes, entre ambas no existió la abismal diferencia, en favor de la gala, que los aficionados franceses y británicos habían vaticinado antes del partido. De ahí la importancia de la alusión a un aficionado inglés que perdió una enorme suma al apostar que Wills no iba a presentar gran batalla a su contrincante. En general, según Blasco, las fuerzas estuvieron muy igualadas, y fue quizá el apoyo incondicional de las cuatro quintas partes del público reunido en Cannes lo que decantó el juego del lado de Lenglen: «Personally, I feel that the day Mlle Lenglen plays before icy, indifferent, impartial spectators she will lose most of her admirable qualities».
No hubo otra ocasión para corroborar la validez del pronóstico. No obstante, la celebración del acontecimiento deportivo sirve, desde la distancia, como oportunidad excelente para recalcar, una vez más, la variedad de roles asumidos por el novelista, perseguido por la fama y miembro relevante de esa sociedad cosmopolita que hizo de la Riviera francesa su dorado lugar de residencia.