Blasco Ibáñez no sólo fue un trabajador infatigable, sino que su carácter inquieto se concretó en sus ansias de emprender diversas aventuras desde muy joven: ahora adentrándose por los territorios de la política, ahora fundando semanarios como El Miguelete, ahora dedicándose a la creación literaria. En este último ámbito sus primeros escarceos le remontaron tras la estela de un romanticismo historia que iba ya en declive, para novelar, por ejemplo, sobre los tiempos pretéritos de la Valencia medieval o centrarse en otros personajes o acontecimientos heroicos que rezumaban un eminente sabor patriótico.

            Con el paso del tiempo, el mismo novelista etiquetaría sus primeros relatos como «basura romántica». No obstante, su recuperación posee un cierto interés en tanto que permite revisar la evolución de su narrativa. Algo de ello es lo que puede decirse del cuento que a continuación se transcribe y que no figura en ninguno de los repertorios bibliográficos del autor, ni en las biografías hasta ahora publicadas. Se trata de un relato publicado cuando Blasco cursaba los últimos meses de sus estudios universitarios de Derecho, había empezado su relación sentimental con María Blasco o se nos aparece vinculado a El Correo de Valencia, en el mismo periodo que salieron a la luz otros textos suyos en publicaciones como La Ilustración Ibérica, o en diarios y revistas de Valencia y Castellón.

            Eso sí, más que por su contenido, «El tamborcillo» causa cierta extrañeza por los diarios donde fue impreso: dos rotativos gallegos. Primero, en la Crónica de Pontevedra, en su número de 12 de julio de 1886, y luego, sólo tres días después, en El Correo Gallego. ¿Cómo había viajado hasta el noroeste peninsular este cuento del novel escritor de diecinueve años? Sea como fuere, el subtítulo del breve relato: «Episodio de la guerra de la Independencia» informa de la predilección de su autor por un asunto histórico sobre el que volvió en Por la patria! Romeu el Guerrillero o los primeros capítulos de su Historia de la Revolución Española, una estampa a la que le insufla un sello legendario, como si pretendiese una versión paralela de ese otro episodio del tambor del Bruc.

            Por lo demás, los rasgos singularizadores de esta ficción son similares a los que pueden reconocerse en sus relatos de esta misma época: párrafos breves, adjetivación contundente y enfática, llamadas de atención al lector y empleo frecuente de la derivación de palabras.

El tamborcillo

(Episodio de la guerra de la Independencia)

I

A pesar de los peligros y fatigas de que estaba llena la azarosa vida que llevaba, Perico se sentía feliz.

     Su tambor y la patria: estas eran las dos únicas cosas que continuamente llenaban su pensamiento.

     Los individuos de la guerrilla jamás le vieron separado de su tambor.

     De día, en las marchas y en el combate, nunca dejaba de llevarlo pendiente del cuello, y por las noches bien fuera en el pobre vivac, o en algún feo poblachón, dormía con la cabeza apoyada sobre el parche.

     De esta manera el tambor no venía a ser otra cosa que un miembro más del cuerpo de Perico.

     Si el lector se lo imagina un mocetón fornido y de color atezado, de seguro que se engaña, pues no era más que un muchacho de 17 años, más bien bajo y enclenque, que alto y robusto, y con una cara picaresca que estaba continuamente contraída por una sonrisa de satisfacción.

     Su aspecto era admirable y sus vestidos harapientos y próximos a caerse a pedazos. ¿Pero qué le importaba a él esto? En cambio cubría su cabeza con un tricornio galoneado, adquirido en el campo de batalla; y si llevaba los pies descalzos y el pantalón roto por mil partes, también ostentaba sobre sus hombros dos descomunales charreteras de estambre rojo, arrancadas del uniforme de un granadero francés, con quien en un encuentro luchó a brazo partido.

     A pesar de su ridículo aspecto Periquillo se creía con la figura más militar del mundo, y lleno de orgullo levantaba la cabeza con altivez y golpeaba incesantemente el guerrero tambor.

     ¡Y qué manera de tocar era aquella!

      Cuando la guerrilla se disponía a salir de algún lugarejo, el muchacho corría a ponerse a la cabeza del grupo armado, y comenzaba a dejar caer las baquetas sobre el parche con acompasado movimiento.

     Sus brazos eran de hierro. Durante horas enteras salían de aquel tambor portentosos redobles que entrelazándose formaban una música guerrera, muy semejante a la que guiaba a los griegos en sus combates, y que al ser repercutida por los montes parecía salida de algún atabal gigantesco para marcar el paso de un ejército de titanes.

     Entonces los individuos de la guerrilla se entusiasmaban, sentían dentro de sí el grito de la patria, y oprimían con fuerza los fusiles deseando tropezar al revolver la próxima montaña con una división francesa.

     Y hasta el jefe, inclinándose desde el alto caballejo que montaba, daba ánimos al muchacho, que con satisfacción sin igual contemplaba el efecto que su tambor producía en los de la guerrilla cuyo entusiasmo aumentaba de vez en cuando con algún fuerte grito de «¡Viva España!».

II

Cuando las once de la noche resonaban en el reloj de la lejana aldea, la situación de la guerrilla era ya más que desesperada.

     Durante seis horas se había defendido de sus numerosos enemigos, pero ahora escasa en hombres y en cartuchos, iba a ser aniquilada en la cumbre de aquel monte que le servía de fortaleza.

     Escaso era ya el número de españoles que agrupados en lo alto de la montaña se defendían con desesperación.

     Perico estaba entre ellos. En los instantes de fúnebre silencio que mediaban entre una y otra descarga, los franceses escuchaban los repetidos redobles de un tambor, que tan pronto semejaban toques de arrebato llamando al auxilio del fuego del cielo, como el rugido de desesperación del vencido.

     Hubo un momento en que no fueron más que seis los que se agruparon en derredor del tamborcillo, como si aquel débil muchacho pudiera protegerlos y darles nueva fuerza.

     En aquel mismo instante, las altas gorras de pelo de los granaderos franceses aparecieron tras las rocas más cercanas, y los cañones de los fusiles brillaron por todas partes apuntados contra el grupo español.

     Durante un corto momento reinó un profundo silencio y no sonó el tambor.

     Perico pensaba en su madre, en el mundo, en la vida y en todo aquello que el pensamiento evoca en casos semejantes.

     Sus brazos caían inertes a lo largo de su cuerpo, y su aspecto era fiel expresión del desaliento del desesperado.

      Pero de pronto sus manos se agitaron, las baquetas cayeron sobre el parche, y un redoble atronador, semejante a un reto, resonó en el silencio.

     Aquello fue como la señal de la muerte.

     Una espantosa descarga retumbó en el espacio, y los últimos restos de la guerrilla rodaron por el suelo ……………………………………………

     Cuando al día siguiente los franceses revolvieron los muertos, encontraron el cadáver de Periquillo con el pecho destrozado; y junto a él, pendiente del cuello, el sonoro tambor.

     Este era ya inservible, pues su parche estaba agujereado por las balas.

III

Todavía en la época presente queda el recuerdo de Perico en aquellas comarcas.

     En las noches tempestuosas los sencillos labriegos creen ver cómo su figura se levanta gigantescamente crecida sobre la cumbre de los montes para hundir su cabeza en las nubes, y aún les parece escuchar entre los horripilantes rugidos del huracán el fiero redoble de su tambor.