En un artículo publicado en la revista Nuevo Mundo (de fecha 19 de enero de 1924) con el significativo título de «Los piratas del libro en América», entre bromas y veras Vicente Blasco Ibáñez expresaba su profundo malestar por poder gozar del «triste privilegio de ser el autor español más saqueado en América». Lamentaba que, tan pronto daba a los periódicos uno de sus nuevos títulos para la que fueran sacando en su folletín antes de aparecer la obra en volumen, al otro lado del Atlántico siempre había un editor o librero que se frotaba las manos y publicaba el sin autorización alguna del escritor: «De todas las novelas que llevo escritas no hay una sola que haya dejado de ser publicada de nuevo por los corsarios editoriales de las repúblicas americanas». En tal tesitura, no podía hacer otra cosa que hacer pública su protesta en defensa de sus propios intereses, así como los de sus compañeros de letras que habían sufrido idénticos robos. La suya era una reacción muy lógica y natural.

Sin embargo, para un autor de tanto prestigio internacional, los actos de piratería mencionados no solo se dieron en diferentes países sudamericanos ni se vincularon con sus últimas novedades narrativas. También en España su producción y no precisamente la más reciente despertó el interés de alguna que otra empresa editorial. Como cabe suponer, hasta el extremo de alimentar la cólera de don Vicente. Y más si cabe cuando el objeto de la «fechoría» apuntaba a uno de los libros de los que el escritor renegó por considerarlos basura romántica de juventud: El Adiós de Schubert, volumen integrado por cinco relatos (entre novelas cortas y cuentos) que publicó El Correo de Valencia, en 1888.

En carta escrita con fecha de 18 de noviembre de 1926, Blasco Ibáñez le exponía a Emilio Gascó Contell su enojo en estos términos:

Ese libro mío que Vd. me anuncia representa un robo inaudito. Son cuentos que escribí a los 16 años y otros que no he escrito nunca y que me los inventan. Me enviaron un ejemplar hace una semana los mismos libreros de Madrid indignados, y yo he dado órdenes a mi abogado, Menéndez Pallarés, para que haga lo que sea necesario (V. Blasco Ibáñez, Cartas a Emilio Gascó Contell, València, Ajuntament, p. 83).

Desde luego, el disgusto del novelista era tan mayúsculo que llegaba a distorsionar algunos detalles: cuando apareció el volumen el joven Blasco contaba veintiún años y con su nombre figuraron tres de los relatos que lo integraban al aparecer por entregas (entre 1887 y 1889) en las páginas de La Ilustración Ibérica. ¿Tanto se avergonzaba de tales escritos de juventud? Puesto que esta cuestión ya ha sido comentada por la crítica, aquí nos limitaremos a seguir acompañando a Gascó Contell, quien en su conocida biografía blasquista se hizo eco del incidente provocado por la editorial infractora: Cosmópolis. La evocación condujo a Gascó a 1926,

cuando cierto periodista de Madrid, en funciones de editor, acometió la empresa de publicar toda una larga serie de volúmenes que reproducían una gran parte de dichas obras «olvidadas». La noticia de esta tropelía puso al rojo vivo la indignación de don Vicente, justamente enfadado de ver que reaparecía en las librerías españolas, y al socaire de su celebridad literaria, una labor juvenil repudiada por su propio autor desde hacía largos años. Le indignaba, además, lo que él llamaba «la piratería de un desaprensivo chupatintas» (Genio y figura de Vicente Blasco Ibáñez, València, Ajuntament, 2012, p. 58).

Nada nuevo aportaba esta cita a lo dicho, excepción hecha de la etiqueta insultante que el denunciante aplicaba al malhadado editor y si acaso una vaga generalización al hablar de que la mentada empresa publicó hacia 1926 una serie de volúmenes. Esto último, como se verá, no fue exactamente así.

Prosiguiendo el biógrafo con su relato, pasó a señalar cómo el novelista le encargó que, a su regreso a España, le entregara a su antaño compañero de candidatura republicana, Emilio Menéndez Pallarés, una carta en que solicitaba que este entablara batalla judicial frente al atropello cometido. Hasta ahí fingía saber Gascó: «Este asunto, no sé en qué paró. También olvido, de propósito, el nombre del editor protagonista».

Si bien es imposible reconstruir los hechos con todo detalle, al menos pueden aportarse más datos de los que se derive una cierta conclusión. El caso es que Blasco Ibáñez no se limitó a participar su disgusto a su biógrafo, sino también a otros amigos e incluso a ciertos medios periodísticos. Entre aquellos se significó Artemio Precioso, conocido en su época como fundador de La Novela de Hoy y que en 1927 terminó exiliándose en París por sus diferencias con el Directorio. A él precisamente le escribió Blasco un mes después de haber confiado el «asunto» a Gascó Contell. Para la fecha de redacción de la epístola, 28 de noviembre de 1926, este último debía haber trasladado ya a Menéndez Pallarés la solicitud del novelista, después de lo cual el abogado respondía que Cosmópolis se había aprovechado de ciertas deficiencias legislativas: «se debe a un defecto de nuestra ley de Propiedad intelectual» (Precioso, Españoles en el destierro, Albacete, IEA “Don Juan Manuel”, 2016, p. 238).

Para aquel entonces los escritores estaban amparados por la Ley de 10 de enero de 1879 de propiedad intelectual. No obstante, cabe suponer que Blasco no tenía los derechos sobre sus obras primerizas (Juan Ignacio Ferreras, La novela por entregas. 1840-1900. (Concentración obrera y economía editorial), Madrid, Taurus, 1972, p. 232), quizá porque ni siquiera las había registrado. De ahí que la vía legal no aventurase una salida positiva a su demanda. Aun así, el novelista mandó autorización mediante telegrama a Precioso para que actuara en su nombre en una campaña de descrédito contra «esos ladrones editoriales que han hecho ese libro mío sin mi permiso». Había que mover ruido como fuera sobre el particular. Y esa misma idea, la de liderar una campaña en pro de la reforma de la ley de Propiedad intelectual, es la que volvió a vertebrar el contenido de la carta de 5 de diciembre de 1926, con la que Blasco urgía a Precioso a recabar aliados para la causa, a ser posible el director del ABC Torcuato Luca de Tena.

La prensa diaria fue el segundo frente utilizado por el escritor para visibilizar su protesta. En la primera plana de El Liberal, de 27 de noviembre, se publicó el artículo titulado «Incalificable. Un editor furtivo». Los argumentos en él vertidos guardaban un parentesco inconfundible con aquellos manejados por el autor en sus cartas a Precioso: Menéndez Pallarés tenía instrucciones para proceder contra el responsable de la apropiación indebida de obras «olvidadas» para ser presentadas como novedad; los potenciales lectores de la nueva publicación debían estar sobre aviso para no adquirir el libro.

Solo cuatro días después, El Liberal retomaba el tema para dar acogida a la carta de Cosmópolis replicando a las acusaciones recibidas. Pese a aducir que la obra en cuestión estaba en dominio público y que la editorial no se guiaba por un afán de lucro, tales explicaciones no movían un ápice la postura del diario, que después de reincidir en el hecho de que la impresión no había contado con el permiso del autor, apelaba al buen hacer de la justicia.

También tomó partido en la polémica, Mariano Benlliure y Tuero, hijo del célebre escultor homónimo, redactando el artículo «No nos sorprende», publicado en La Libertad, el 4 de diciembre de 1926. La complicidad de su escrito con la causa de Blasco era total: si se permitían tropelías como la cometida por el «desaprensivo editor», que se atrevía a «robar» a un escritor prestigiado como Blasco, ¿cómo proteger la obra de los escritores noveles? ¿Cuándo iba a ponérsele remedio a la situación?

Según parece, las acusaciones realizadas desde el bando del ofendido vinieron a caer en el vacío y ni mucho menos propiciaron ningún cambio en la ley. La prueba más palpable es que si el volumen de El Adiós de Schubert, además de publicitarse en la prensa nacional, se promocionó también, por ejemplo, en El Diario de la Marina, de La Habana, al poco de su publicación, el 21 de agosto de 1927 ya se anunciaba en el periódico aragonés La tierra la aparición de la novela corta Mademoseille Norma, separada de su conjunto original, dentro de la colección El Libro de Todos, de la misma editorial Cosmópolis. Y la hipótesis de que el incidente probablemente ni siquiera llegó a materializarse en un pleito a juzgar ante un tribunal adquiere más consistencia si se piensa que la iniciativa de la editorial se fue haciendo cada vez más prolífica, abriendo, además, la puerta a otras casas.

Por otra parte, la conmoción provocada por la inesperada muerte del novelista, a finales de enero del 28, como suele ocurrir, no solo suscitó un interés hacia su biografía, sino asimismo por su obra. Transcurridas casi cuatro décadas desde la publicación de sus relatos juveniles, había un nuevo público potencial para su lectura. Otra vez tornó a las prensas la novela corta que daba título al volumen El Adiós de Schubert, figurando como número 11 de la colección El Libro de Todos.

Hubo una oportunidad de mercado que los editores estaban decididos a explotar. Hasta el punto de poder encontrarnos con curiosos breves detrás de los que se antoja una publicidad encubierta. En concreto, en la primera plana de La Gaceta Literaria, de 1 de diciembre de 1928, apareció el texto que llevaba por encabezado «¿Escribe el espíritu de Blasco Ibáñez?». En él el anónimo redactor expresaba su asombro ante la fecunda apuesta editorial de Cosmópolis, en lo relativo a obras de Blasco Ibáñez. Si del escritor habían quedado inéditos muy pocos títulos, ¿cómo explicarse la cantidad de 14 volúmenes que acaparaban los escaparates de las librerías? No obstante, ¿se trataba de un misterio? Bastaba con pasar las páginas del mismo número de la revista para toparse con el catálogo de obras publicadas por Cosmópolis, allí donde las obras de Blasco se distribuían en dos colecciones: Blasco Ibáñez. Novelas de 1ª época y El Libro de todos.

El supuesto enigma pareció resolverse en el número siguiente de la revista, de 15 de diciembre, cuando la propia editorial exponía su desinteresada intención de promocionar aquellas obras desconocidas del novelista, del mismo que protestó por querer mantener arrinconadas unas historias de cuya calidad desconfiaba y que, a buen seguro, hubiese visto horrorizado como se multiplicaban las ediciones de sus textos primerizos. No era solo uno el título reimpreso. Eran varios, los más extensos desgajados en varios volúmenes para amoldarse a la extensión habitual en las colecciones de novelas cortas de tanto predicamento a principios del siglo xx.

Durante unos años la reedición de los relatos condenados al ostracismo por Blasco casi se convirtió en fenómeno. También desde 1928, Publicaciones Mireya intentó hacer fortuna con los tres títulos más breves del conjunto El Adiós de Schubert: a saber, Un idilio nihilista, Marinoni y La muerte de Capeto. Fue, sin embargo, la irreverente y voluminosa La araña negra la obra que incitó a algunas editoriales como Celia y Colón a ampliar sus catálogos con sucesivas entregas que transformaron cada volumen en un relato autónomo.

Sorprendentemente, a tenor de lo contado, cabe plantearse si Blasco Ibáñez estaba en lo cierto cuando decía que la mejor de sus novelas era la última. El empeño que demostraron las editoriales citadas con las obras primerizas del joven escritor corrobora que también estas últimas contaban con un público más o menos fiel. Son ironías del destino, o de la piratería.