Aunque el fracaso de su aventura como colonizador agrícola lastró terriblemente su economía, desde que Vicente Blasco Ibáñez abandonó por última vez la Argentina no se rompió su vínculo afectivo con aquel país. Quien en algunas entrevistas expresó, quizá llevado por su talante impulsivo o tal vez con un gesto impostado, su intención de instalar su residencia permanente en territorio argentino, al embarcarse hacia Europa acuciado por las deudas, se llevó consigo muchísimos recuerdos que le servirían como fuente de inspiración para perfilar varias novelas de la raza. Podría revivir sus propias experiencias como el moderno conquistador que quiso ser, al tiempo que actuaba como cronista de sucesos y costumbres de los que fue testigo directo.
Por ejemplo, el tango argentino sería uno de esos usos musicales característicos que impactó en el ánimo del novelista y cuya difusión geográfica se desarrolló casi en paralelo al regreso de Blasco a París. A buen seguro el escritor tuvo ocasión de ser espectador de este famoso baile desde su primera llegada a Buenos Aires, en 1909. Coincidió, asimismo, en una reunión de intelectuales con el poeta Evaristo Carriego, considerado como «alquimista del tango», por la repercusión de sus versos en «los nacientes artistas del tango» (Germinal Nogués, «Blasco Ibáñez, Carriego y Borges», en https://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/febrero_03/03022003_01.htm). Pero, sobre todo, pudo ayudar a familiarizarle mejor con tan singular manifestación artística el contacto con ella de su hijo Julio César, llegado a Argentina para acompañarle en su empresa agrícola.

Sobre este último personaje, afirmaba José Luis León Roca que Blasco lo transformó en referencia principal a partir del que trazar el carácter novelesco de Julio Desnoyers, el protagonista de Los cuatro jinetes del Apocalipsis: «Julio César permaneció en París, durante algún tiempo […] A Julio César le cupo la satisfacción de poner de moda el tango argentino en una ciudad que no perdía, a pesar de la guerra, su amor a lo exótico» (Vicente Blasco Ibáñez, 19904, p. 453).
Se acepte o no la hipótesis, lo cierto es que la narración que a la postre ensancharía internacionalmente la fama del escritor incorporó motivos y referencias muy interesantes sobre el tango. En principio, por la gran popularidad de Julio Desnoyers como famoso bailarín antes del estallido de la Gran Guerra. Luego, porque a raíz de la extraordinaria habilidad del personaje para «tanguear», el narrador pasaba a retratar un auténtico fenómeno social que se había instalado en el París anterior a la guerra y que seguiría muy vivo una vez terminado el conflicto: «El tango se había apoderado del mundo. Era el himno heroico de una humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas, midiendo la inteligencia por la agilidad de los pies».
Desde luego, con tales referencias el autor no realizaba un sonoro descubrimiento. Tan pronto llegó a Europa el tango, hacia 1913, se levantaron muchas voces contra él, en especial de la Iglesia, que atribuía unos supuestos orígenes pecaminosos a dicho baile. Incluso el propio papa, como significaba Blasco con velada ironía en la novela, hubo de intervenir en el asunto: «El papa tenía que convertirse en maestro de baile, recomendando la “furlana” contra el “tango”, ya que todo el mundo cristiano, sin distinción de sectas, se unía en el deseo común de agitar los pies con un frenesí tan incansable como el de los poseídos de la Edad Media».
Lejos de conformarse con enfatizar la condición polémica de la danza, el escritor ampliaba su radiografía, destacando, al igual que señalarían otros escritores de la talla de Sabato o Giorlandini, los orígenes híbridos del tango: «Una música incoherente y monótona, de inspiración africana, satisfacía el ideal artístico de una sociedad que no necesitaba de más […] Un baile de negros de Cuba, introducido en la América del Sur por los marineros que cargan tasajo para las Antillas, conquistaba la tierra entera en pocos meses». Y no solo eso. Del mismo modo que los manuales enciclopédicos suelen vincular la gestación de la música del tango con ambientes más que populares: puertos, prostíbulos y barrios suburbiales, cabrá recordar que el Julio Desnoyers que se traslada con sus padres a París desde Argentina y sobresale en los hoteles de los Campos Elíseos como inigualable danzante, realizó un aprendizaje previo «cuando era estudiante y frecuentaba los bailes más abyectos de Buenos Aires, vigilados por la policía».
Fue precisamente en esos ambientes donde se inspiró el director Rex Ingram para ubicar una de las escenas más famosas de su adaptación fílmica de The Four Horsemen of the Apocalypse (1921). El célebre tango ejecutado por Valentino no tenía una correspondencia concreta en la novela, pero «Ingram quiso añadir algo «exótico» y con «sabor argentino» que explicase la posterior fama de Julio como bailarín de tango en París» (J. Á. García Landa, «Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez», en https://personal.unizar.es/garciala/publicaciones/blasco.html). Merced a la inventiva cinematográfica, se lanzaba al estrellato a un joven actor que, además, contribuía a la moda universal del tango.

Si ello no fue responsabilidad de Blasco, en cambio deberá decirse que lo registrado en su novela alcanzaría dentro de su producción un cierto carácter arquetípico: el tango auspició el nacimiento de la relación sentimental entre Julio Desnoyers y Margarita, de forma similar a como uniría los destinos de la pareja protagonista del espeluznante cuento «El monstruo», publicado en La Esfera, en su número de 27 de mayo de 1916. En dicho relato Mauricio y Odette:
Bailaron en adelante el uno para el otro. Imposible encontrar el ritmo sublime en brazos distintos. Y sin romper el misterioso silencio de la danza sagrada, mientras se contoneaban, graves y meditabundos, con todas las potencias intelectuales fijas en el movimiento de los pies, reconocieron los dos la necesidad de no perder la pareja para seguir bailando eternamente.
En paralelo a la connotada magnificación de esa danza sagrada, también la figura de Julio Desnoyers iba a devenir tópica. A diferencia del Valentino de Ingram, sus contornos los perfilaban «el chaqué ceñido de talle y abombado de pecho, los pies de femenil pequeñez enfundados en charol y cañas blancas sobre altos tacones, bailaba grave, reflexivo, silencioso, como un matemático en pleno problema». No muy diferente iba a ser el retrato de Mauricio: «una tarde empezó a recibir la admiración del mundo, moviendo sus acharolados pies con altos tacones, su talle encorsetado por el ceñido chaquet, su cabeza de brillante laca con el pelo rígido y echado atrás».
Todavía en 1923, en las páginas de La tierra de todos, novela donde Blasco Ibáñez evocó algunos aspectos de su aventura agrícola en la colonia de Cervantes, reaparecía la figura del afamado bailarín, apodado por el narrador con evidente ironía como el Águila del tango y descrito como «un sudamericano por la soltura graciosa de sus movimientos y su atildada exageración en el vestir. Las mujeres admiraban la pequeñez de sus pies montados en altos tacones y el brillo de la abultada masa de sus cabellos, echada atrás y tan unida como un bloque de laca».

Más allá de las libertades de la imaginación literaria, Blasco Ibáñez dio cuenta, cual cronista de su tiempo, de una moda que se trasladó desde Argentina a Europea hasta posibilitar la existencia de una «humanidad tangueante». Entre bromas y veras, el escritor se ocupó de ella en algunas de sus creaciones literarias, pero también como periodista reputado que colaboraba con la prensa estadounidense enviando artículos en los que informaba de aspectos variopintos de la vida política y pública de Europa y, sobre todo, Francia. En una de estas crónicas, publicada en el Chicago Tribune, de 30 de enero de 1921, donde versaba sobre la vida nocturna de París, se atrevió a enjuiciar con acento sardónico la naturaleza del tanto: «Seguir los movimientos geométricos de un tango parisién es tan difícil como resolver un ejercicio de cálculo integral y diferencial, que es la tortura de un ingeniero». A la vez, volvía a resaltar la enorme proyección social de un buen bailarín, por el que suspiraban no solo las jóvenes, sino también sus madres, incluso las multimillonarias: «Mientras tanto, una nueva carrera, una brillante y gloriosa manera de elevarse a los ojos del mundo, se ha abierto ante la nueva generación: la carrera del bailarín de moda».
Ya sea de forma directa o indirecta, es posible reconocer una relación entre Blasco Ibáñez y el tango, una de las innumerables conexiones que permite el carácter poliédrico del personaje. De ahí la satisfacción que deriva ante el proyecto liderado actualmente por Analía Bueti y Vicente Vinagre de hermanar dos orillas, aparentemente distantes, aunque con vocación de proximidad: la del río Paraná y la del Mediterráneo, a través del tango. Con ese objetivo, en estos días se está celebrando el VII Festival Internacional de Tango de Valencia. Entre las actividades que se desarrollan, la Casa Museo Blasco Ibáñez acogió el pasado 21 un programa radiofónico emitido en Play Radio y el 22 se presentó el Festival en su jardín, donde los acordes de la guitarra y el bandoneón trasladaron a los y las asistentes desde las inmediaciones de la playa de la Malvarrosa quizá a otros lares lejanos: los rioplatenses. Gracias a los artífices del encuentro.


