Cuando el 18 de mayo de 1921, con motivo de la semana de homenajes que la ciudad de Valencia le tributó, Vicente Blasco Ibáñez regresó a la Albufera, seguramente pasaron por su cabeza un montón de recuerdos de episodios de su pasado como creador literario y como activista. Entonces, durante ese día bautizado como de «Cañas y barro», fue agasajado en la Devesa del Saler con un banquete preparado por el Ideal Room que culminó con unos bailes regionales, canto de albaes y disparo de pólvora. Toda una celebración que homenajeaba al novelista tras haber alcanzado un éxito apoteósico en los Estados Unidos meses antes y que tenía un carácter más oficial que esas visitas de antaño, en las que, según todavía aseguran fuentes orales, Blasco solía disfrutar de la paella con ratas del lago.

     En efecto, el escritor tuvo a principios del XX una doble relación con el escenario de la Albufera. De acuerdo con lo expresado por él en su manifiesto «La revolución en Valencia», el lago y sus inmediaciones eran zonas idóneas para el «esparcimiento», idea que defendieron los concejales de Unión Republicana y que respaldó el diario El Pueblo, al demandar que el Estado cediera al Ayuntamiento de Valencia la gestión de la Albufera y la Dehesa. Así, un día después de que el alcalde de la ciudad, José María Ordaig, hubiese trasladado a la Administración dicha propuesta, se podía leer en un breve del citado rotativo: «bueno es que Valencia acuda con su petición, que cuando menos tendrá la ventaja de hacer imposibles las combinaciones que sugiere la codicia a algunos aprovechados para hacerse dueños de la Albufera sin costarles un cuarto» (16-5-1905).

     En segunda instancia, atendiendo al objetivo documental que Blasco se imponía a la hora de perfilar sus novelas, fueron varias las visitas realizadas a aquellos contornos que luego quedarían inmortalizados en Cañas y barro. José Luis León Roca databa esa labor de recogida de notas y apuntes en la primavera de 1902 (Vicente Blasco Ibáñez, Valencia, Ayuntamiento, 1967, p. 254). Asimismo, las informaciones suministradas por José Soler Dasí, a la postre convertido en la ficción en el Desorejado, en el artículo-entrevista de Vicente Viñals, «La famosa novela de la Albufera de Valencia» (Luz, 11-1-1934; Heraldo de Madrid, 28-1-1935), reproducido en su integridad en nuestra sección de Hemeroteca, aportan interesantes detalles sobre las frecuentes estancias del escritor en el lago:

—Por el Saler, [venía] poco; dos o tres veces le vi en el estanco del pueblo, en compañía de Petit el de Masanasa y el teniente Morales. Donde después le veía con frecuencia era en el Palmar, rodeado siempre de pescadores y barqueros, grandes amigos de aquel señorón recio y templat que les hablaba de tantas cosas bonitas.

     Aún en octubre de 1902, pocas semanas antes de la publicación de Cañas y barro, está documentada una visita del novelista a la Albufera. Recién regresado de allí, donde había permanecido tres días (Las Provincias, 13-10-1902), fue visitado en su chalet de la Malvarrosa a propósito del litigio que mantenía con el gobernador Enrique Capriles y que estuvo a punto de derivar en un duelo.

     En todo caso, las excursiones de Blasco por la franja litoral lacustre iban a permitirle un conocimiento bastante fidedigno de lugares, ambientes y tipos humanos que acabaron trasladándose al argumento protagonizado por tres generaciones de los Paloma. Como puede verificarse en el siguiente mapa, en la novela se citan al menos catorce topónimos, numerados por orden de aparición en la obra.

     De la conexión estrecha entre algunos personajes de la ficción y otros tantos referentes reales, nos da perfecta muestra una crónica periodística de Activus, con eminente sabor evocativo, aparecida en El Mercantil Valenciano, el 19 de mayo 1921.

     A continuación se transcribe este «Un viaje a la Albufera: apuntes para una novela», un documento poco conocido y de gran interés para reivindicar los vínculos de Blasco Ibáñez con la Albufera valenciana.

La barca partió del pueblo de Catarroja, desplegando su vela latina, que, ayudada por el poniente, pronto entró en la gran laguna, conduciéndonos al Saler, donde Blasco Ibáñez empezó sus notas para Cañas y barro con la demanà de los puestos que la víspera de las tiradas se hace en aquel pequeño pueblo de pescadores.

     Nos honramos acompañando al maestro  unos cuantos elegidos, buenos amigos y conocedores del lago, de sus costumbres, de sus tipos y de todas las cosas, en fin, con él relacionadas.

     El jefe de la expedición era Vicente Alonso, hombre altamente liberal y admirador de Blasco Ibáñez, que perdiera con gusto la vida por su jefe con tal de salvar la del ilustre novelista.

     Todo salió a pedir de boca. El autor de La barraca presidió la demanà, presenció los preparativos de los cazadores para ir a sus puestos; ocupó también una barca, un puesto; empuñó una escopeta, quemó muchos cartuchos y no mató nada; pero las notas fueron un éxito.

     Cuando Blasco salió del puesto, cansado de tanto disparar, al arrimarnos a la mata del Fanch para almorzar, un pobre martín pescador cayó víctima de una descarga cerrada; sonaron muchos tiros, pero la escopeta del maestro «fue la autora del “homicidio”». Pernoctamos en el Palmar. Al día siguiente debíamos asistir a una pollechà, acompañados del Sucre y su magnífica perra Sentella. Cenamos en casa de aquel; el Sucre era el más rico, el más liberal y más hombre de la isla y contaba con muchos amigos entre los cazadores. Aquella noche su casa estaba llena. Blasco se enteró con gran riqueza de detalles de la vida y hechos del tío Paloma, de las fiestas del Chesús, de todos los tipos de la isla, de la gran serpiente Sancha, de la vida y costumbres de los pescadores; de todo, en fin, lo que con mano maestro y pluma de mago traspasó luego a las cuartillas. Todos le contaban, a todos oía y tomaba notas en su cerebro, confiando a la memoria el desenvolvimiento de aquellas conversaciones.

     A la mañana siguiente, «la del alba sería», cuando el simpático Vicente Alonso nos despertaba y preparaba todo lo concerniente para la pollechà, con mejor acierto que pudiera hacerlo «un lisensiado en sensias o un trípite con siete idiomas».

***

En un gran matorral, lleno de carrizales, donde los barquets, empujados por la percha, se abrían paso, resbalando sobre cañas y agua, la perra Sentella hacía saltar de sus puestos aves acuáticas que caían al pasar por el carrizal muertas por nuestro plomo. Blasco no mató nada tampoco. Pero Vicente Alonso tiraba casi a la vez que Blasco, y luego, cuando caía al agua la polla, fúlica o pato, decía que era Blasco el autor, el que acertaba, ya que él, Vicente Alonso, tenía mala puntería.

     Una de las aves, al caer, estaba herida de ala, y el pobre animal, a peón y nadando, se introdujo carrizal adentro, perseguido por la excelente perra, que ladraba cuando el ave, escondiéndose entre el agua, hacía perder el olfato a su perseguidora.

     —Búscala, Sentella, búscala —gritaba el Sucre.

     Y el pobre animal reforzaba su trabajo y buscaba y buscaba para apoderarse de su víctima.

     El chapoteo se acercaba, y ante el ruido que producía la perra al regresar hacia nosotros, aseguraba el Sucre que la pieza estaba en poder del animal. Pero no fue así. Sentella llevaba en la boca una fúlica putrefacta.

     Blasco preguntó al Sucre el porqué del suceso, y contestó este que era lógico que ocurriese esto, puesto que el animal putrefacto, que no se escondía bajo el agua, había de llamar más la atención de la perra; de ahí que esta saliera con la fúlica semipodrida y no con la polla de agua herida.

     No había terminado aún el Sucre su explicación, cuando Blasco, arrugando la nariz y lleno de entusiasmo, nos pintaba con un solo brochazo aquella escena de Cañas y barro, en que el desnaturalizado padre ve otra vez a su hijo lleno de barro, putrefacto y en la boca de su perro favorito.

     Es indudablemente esta escena del final de la obra de una fuerza dramática tan grande, tiene tal vida, que el que esto escribe no creyera nunca su fácil concepción de no haber sido testigo presencial.

***

Con gran número de piezas cobradas y con unas ganas de comer enormes, regresamos a la isla. Toneta, con sus manos divinas, preparaba una bien condimentada paella y un suculento all y pebre que hubiera hecho nuestras delicias, a no ser porque un gran sinvergüenza tomó una jumera espantosa, bebiéndose casi todo el vino que llevábamos.

     El borracho estaba como muerto, tal era su embriaguez. Por fin la bodega del Sucre sustituyó la falta y la comida transcurrió en medio de una gran alegría y entre carcajadas al oír el relato que un cazador valenciano allí presente nos hacía de aquel borracho que en un día de tirada acabó con sus viandas y con el contenido de su bota, mientras don Pascual, que así se llamaba el narrador, esperaba con impaciencia que el barquero le avisara el sitio por donde entraba un «cuello vierde».

     Blasco pensó vengarse del borracho, y aquel día pasó a la mente del gran novelista la figura de Sangonera, el tipo cómico de la gran novela Cañas y barro, una de las mejores obras regionales de Blasco Ibáñez.

***

La santa indignación que el viejo tío Paloma sintiera cada vez que por la laguna veía surcar una barca cargada de tierra para aterrar, iría in crescendo ahora. De aquel lago que el maestro Blasco Ibáñez pintara apenas queda la mitad. El lluent, el famoso lluent, es tan pequeño, que en breve rato queda surcado por una barca. Y si no se pone remedio al abuso, a la usurpación de terreno, nuestra Albufera quedará convertida dentro de poco en campos arrozales, magníficos, sí, pero que habrán acabado con una de las cosas más bonitas de nuestra región.

     Los pescadores del lago, aquella gran familia que admiraba al tío Paloma como al patriarca de todos ellos, son cada día menos numerosos.

     Y los alrededores de la isla, cuando llegan los tiempos de la recolección, pierden su tipidez; aquel canto moruno que el ribereño, mientras corría la jaca torda sobre la erada, rompía el silencio de la noche, va decreciendo. La mecánica va abriéndose paso también en las marjales y las trilladoras ahorran tiempo, trabajo y dinero, y pueden muy bien, en caso de temporal de aguas, salvar una cosecha. La salud pública sale beneficiosa también con el nuevo procedimiento, puesto que evita el hacinamiento de paja.