La experiencia argentina como colonizador es, sin duda, uno de los episodios más sugerentes de la trayectoria personal de ese redomado hombre de acción que fue Vicente Blasco Ibáñez. A partir de ella, sobre todo de la deriva final de sus colonias de Cervantes y Nueva Valencia, muchos, desde sus adversarios políticos hasta sus rivales literarios, fueron alimentando una leyenda negra que no solo apelaba a la incapacidad del personaje para llevar adelante unas empresas agrícolas demasiado arriesgadas, sino que, además, ponía el acento negativo en su responsabilidad para con aquellas familias valencianas que le secundaron en tal aventura. Para unos, una mancha oscura en un itinerario vital jalonado por proyectos entusiastas de la más diversa índole. Para otros, una decisión, la de erigirse en moderno conquistador, tan irresponsable como dañina para quienes se vieron arrastrados a la emigración por el verbo fácil del novelista.
Sin embargo, las cosas no son simples. Las circunstancias siempre están ahí, y en una fracción de segundo pueden redirigir nuestra existencia por caminos inesperados. Hay más colores aparte del blanco y el negro. Y la tendencia maniquea distorsiona fácilmente la realidad.
El caso es que el viaje a la Argentina de Blasco como conferenciante fue la culminación de un deseo de desplazamiento que años antes ya maduraba el novelista, entonces como propagandista republicano. Se concretó en 1909, con resultados muy lucrativos en lo económico, mientras el escritor se transformaba en ardoroso embajador del españolismo. Pero hay razones bastante sólidas para intuir que, antes de emprender su primera travesía trasatlántica, el escritor se había planteado unas expectativas más amplias en su relación con aquel país. Que el ciclo de conferencias a impartir iba a ser el prólogo de un proyecto de mayor calado. Recuérdese sino lo revelado a los periodistas que le acompañaron, a bordo del Cap Vilano, en el trayecto de Montevideo a Buenos Aires. A ellos les hizo partícipes —según reescribía el diario El Pueblo, con fecha de 3 de julio de 1909, lo informado en las páginas de El Diario Español— de «su propósito de emplear en la compra de tierras el resultado monetario de su labor, el proyecto de traer familias labradoras de la huerta de Valencia para desarrollar en este suelo su incomparable espíritu agrícola».
De acuerdo con tales expectativas, cabrá entender la empresa de Blasco Ibáñez como colonizador agrícola todo lo quijotesca que se quiera —la admiración cervantina del escritor, su propensión emprendedora y las colosales dimensiones del desafío lo hacen presumir—, pero no como algo que brota de forma repentina y amenaza con turbar la capacidad de raciocinio del individuo. En cierto modo, hubo una conjunción de factores y de intereses comunes (unos gestados en la biografía privada y sentimental del escritor y otros motivados por las aspiraciones expansionistas y colonizadoras del propio gobierno argentino) que contribuyeron a dinamizar un proyecto ilusionante. ¿Y luego? ¿Realmente tenían razón quienes culpabilizaron a Blasco del naufragio de sus colonias?
Con el empeño de revisar esta leyenda aciaga, se fraguó en fechas recientes el documental Blasco Ibáñez, el gaucho. Asimismo se revelaba fundamental esta misma intención en El talento, novela con la que Carmen Ródenas ha obtenido el Premio de Narrativa Blasco Ibáñez, concedido por el Ayuntamiento de Valencia en su edición de 2023. Lo que empezó urdiéndose cual trabajo académico de investigación, ha terminado desembocando en un magno relato histórico (publicado por la editorial Pre-Textos) que supera con creces la labor de los estudios más sesudos a la hora de ofrecer una visión global de la colonización de Cervantes y Nueva Valencia.
Cierto que la literatura es el espacio de los mundos posibles, que la imaginación creadora es libre para rebautizar el referente real a fin de atrapar en la lectura a su público. No obstante, el aliento épico del éxodo migratorio a aquel país que se preparaba para celebrar el primer centenario de su independencia, ya resulta suficientemente atractivo si no se echa en falta, además, la sensibilidad a la hora de abarcar todos y cada uno de los componentes de la empresa. Una ligera capa de maquillaje novelesco, si acaso. Pero, por lo demás, la evocación de la aventura argentina de Blasco Ibáñez podría sustanciarse, hacerse presente, con el rigor y la seriedad exigibles.
Estas son las grandes credenciales de El talento, de una novela con aparente factura decimonónica, de empaque balzaquiano, donde, a la vez que el célebre novelista, acceden a un plano protagonista diversos personajes con una intervención decisiva en el desarrollo del episodio histórico. Ello nos conducirá al segundo mérito del relato. En un principio, se presupone que Blasco Ibáñez es la figura alrededor de la que gravita la intriga. Pero la ficción sitúa también en un lugar central a Julio Cola, aquel periodista que fue su secretario en Argentina y años después dejaría elogioso testimonio libresco de la empresa colonizadora en Río Negro y Corrientes. Durante buena parte de la novela la singladura de estos personajes se desliza en paralelo, se intersecciona. Aun así, de repente, irrumpen con fuerza en la trama otros individuos como Maximino Ruiz Díaz, a la postre socio del escritor, o como el gobernador Vidal, y sus intereses se entretejen en una historia, un conjunto, con un fluir acompasado de acordeón, con constantes apariciones y reapariciones. El acto individual se ha pluralizado, ha trascendido a una dimensión colectiva, de forma similar a como la temporalidad de la fábula se proyectará más allá de la renuncia de Blasco a su proyecto colonizador.
Hasta el momento en que el destino termina repartiendo arbitrariamente sus cartas, Carmen Ródenas realiza un insuperable ejercicio literario. Ahora con solvencia descriptiva —para trasladarnos, con mirada de avezada viajera, desde el interior de un barco a la frondosidad de las selvas correntinas—, ahora con pretensión explicativa —para desentrañar el complejo proceso de adquisición y liquidación de las colonias o para remarcar el influjo de la economía global en las transacciones bancarias—, pero también con pulso crítico —enfatizando las duros condiciones con las que debieron bregar los emigrantes—, y siempre con el máximo respeto para la figura de un Blasco Ibáñez al que se le ha despojado de sus aditamentos arquetípicos para presentarlo como lo que fue: un ser humano que esperaba enriquecerse con suma rapidez y cuyo sueño se vio lastrado por un sinfín de condicionantes.
Precisamente, merced a ese revés de la fortuna, el escritor terminó reencontrándose con la escritura. En ella, la huella de la experiencia argentina resultó visible en la creación de personajes como el centauro Madariaga o relatos como La tierra de todos, que universalizaron el nombre y el talento del novelista a través del cinematógrafo. Al igual que en la historia perfilada por Carmen Ródenas, la existencia humana y la novelesca están marcadas por un arbitrio circunstancial que la hacen imprevisible.