En la última versión conservada del escenario que Blasco Ibáñez ideó para conmemorar cinematográficamente su devoción por el Quijote, proyecto que jamás se consumó, don Alonso Bueno, su protagonista, vivía en los Estados Unidos, pero entre sus ascendientes: «Uno de sus abuelos, que fue militar, vino de España para ser gobernador de California, en los tiempos que existían los frailes fundadores de las Misiones». Tras su viaje triunfal por la república norteamericana, el novelista insistió en el legado español en aquel país, reconocible, sobre todo, como indicaba en el citado escenario, en:

Su casa [de Alonso Bueno] es una especie de palacio antiguo, con la arquitectura española que es ahora de moda en California y en New México, y que se llama arquitectura de las Misiones. (En California, así como en Santa Fe, capital de New México, hay muchos edificios de esta clase que se pueden tomar como modelo y que son de gran hermosura y originalidad arquitectónica.)

     La arquitectura de las Misiones interesó sobremanera a Blasco. Y ello porque, durante su estancia en California, visitó en recorrido turístico algunas edificaciones que, como creador, inspirarían su imaginación novelesca, tal como quedó demostrado en su guion de Don Quijote, pero también en la novela La reina Calafia.

     Durante su estancia en Los Ángeles, instalado en el hotel Raymond, de Pasadena, el novelista tenía comprometidas conferencias y, sobre todo, llegaba a California, una tierra que le recordaba a su amada Valencia, con la intención de visitar lo que él llamó  Camaleon City. Se había puesto en marcha el engranaje para la gran superproducción cinematográfica de The Four Horsemen of the Apocalypse. La prensa se hacía eco de una supuesta neumonía que obligó a Blasco a quedar enclaustrado en la habitación de su hotel. Sin embargo, fueron muchas las invitaciones que le llegaban, porque se había convertido en un personaje tan popular que todos querían conocerlo. Así, por ejemplo, el hispanista Charles F. Lummis fue de los que se convirtieron en generosos anfitriones, conduciéndolo hasta El Alisal, en Arroyo Seco. Según la datación del material fotográfico conservado en el Online Archive of California, parece ser que Blasco estuvo el 29 de enero de 1920 en la pintoresca hacienda, a la que volvería pocos días después para disfrutar de una cena típica en la que compartió mesa y mantel, entre otros, con el cowboy y actor Will Rogers (Los Angeles Herald, 4-2-1920).

     Precisamente, Lummis y Rogers fueron dos de los expedicionarios que guiaron a Blasco Ibáñez, el 1 de febrero, al encuentro con la arquitectura colonial española, en San Juan Capistrano. Algunos testimonios fotográficos sitúan al escritor delante del muro de las campanas o ante las ruinas de la Great Stone Church (1797-1806), edificaciones de una misión en cuya fundación tuvo un papel decisivo fray Junípero Serra.

     Solo un día después, 2 de febrero, la ruta histórico-turística iba a ampliarse hasta Riverside. Los periódicos de la ciudad, que previamente habían anunciado la visita del famoso autor, destacaron su interés por documentase, por observar determinados lugares en los que transcurrirían futuros argumentos: «in order to gather material for a novel which Senior Ibanez has in contemplation. The scene is to be laid in Mexico, and in that part of California where Spanish influence has been felt» («Plans novel on the “Golden State”», Riverside Daily Press, 2-2-1920). Esta vez su itinerario lo trasladó hasta la famosa hostería Gleenwood Mission Inn, cuyo promotor, Frank A. Miller, le había cursado invitación a través del profesor del Riverside Junior College, E. Mauler Hiennecey, el mismo que también le guiaría hasta el Mount Rubidoux, allí donde se erigía una cruz con una placa en memoria de fray Junípero («Spanish Autor Was Guest Here», Riverside Daily Press, 20-5-1921).

     Jornadas agotadoras para un Blasco teóricamente convaleciente que siguieron prolongándose a un ritmo trepidante, porque el 3 de febrero la prensa localizó al novelista asistiendo, en la Mission Playhouse en San Gabriel, a la representación de la Mission Play, espectáculo teatral donde John S. McGroarty trató de rescatar la memoria de California, retratando episodios reales y ficticios de la historia de las misiones. Pese a la duración de la pieza, Blasco, que iba acompañado por su secretario, quedó encantado con la función y, en especial, con la interpretación, en el papel de fray Junípero, del actor británico Frederick Warde, a quien felicitó en su camerino.

     Esa misma noche, antes de partir hacia San Francisco, declaraba:

     I have never seen anything more impressive than the Mission Play, and I am glad I was able to see it while in California. Mr. Warde’s portrayal of the great Francisco friar, Serra, the founder of civilization in California, was magnificient, and the dancing and singing in the play made me homesick for Spain («Frederick Warde praised by Spanish author for clever work», Los Angeles Times, 4-2-1920).

     Lo que estaba viendo en la costa del Pacífico, monumentos, bailes y canciones, le permitía al escritor evocar a España. Pero más que la nostalgia del viajero que en un momento se siente alejado de su hogar, las expresiones utilizadas por Blasco tendían a reivindicar la conexión histórica entre su país y los Estados Unidos. Sobre este particular volvería a reincidir ya en San Francisco, después de visitar, el 7 de febrero, la misión Dolores, conocida también como de San Francisco de Asís, y cuya iglesia pasa por ser el edificio intacto más antiguo de la ciudad. Debe resaltarse que dicha visita vino a coincidir con la campaña de recogida de fondos, impulsada desde el The San Francisco Examiner, para restaurar las viejas misiones coloniales. Así que la llegada de Blasco a la ciudad nutrió los intereses de los unos y los otros. Por un lado, el escritor, tras lamentar el abandono en que se habían visto durante años y años tales edificaciones, significaba que su estancia en San Francisco hubiese sido incompleta de no visitar la Mission Dolores. Su belleza declaraba que un recuerdo maravilloso como este no debía perderse, pues venía a representar los cimientos profundos sobre los que se levantó la grandeza de California. Considerando que era una obligación moral y patriótica preservar los restos de una civilización antigua que hablaba a través de sus misiones, que además la factura arquitectónica de estas construcciones, modificada por los franciscanos españoles, tenía cierto parentesco con la arquitectura de Valencia, él mismo se ofrecía a contribuir en la medida de sus posibilidades (G. G. Weigle, «Ibanez Joins Campaign to Save Missions», The San Francisco Examiner, 8-2-1920).

     De hecho, por otro lado, sus declaraciones ya eran una contribución muy apetecible para la campaña llevada a cabo por el comité Restore California Missions 1769-1920, presidido por William P. Caubu. La popularidad del autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis era un magnífico reclamo publicitario para atraer la atención de aquellos que podían aportar sus caudales y contribuir a las iniciativas del comité anunciadas desde la prensa (G. G. Weigle, «Ball to Open Mission Drive», The San Francisco Examiner, 9-2-1920).

     Aparte de que Blasco se comprometiera en metálico con el citado comité, con la publicación de La reina Calafia justificó sobradamente la utilidad de la tarea documental realizada durante su viaje a California, a la vez que incidía desde los territorios de la ficción en el protagonismo español en los orígenes de la moderna California. De allí eran los antepasados de Concha Ceballos, su protagonista. Al hablar de ellos, Blasco efectuó una incursión geográfico-histórica en unos escenarios visitados. Recordaría entonces las misiones, el Golden Gate y a fray Junípero:

los frailes, bajo la dirección ferviente de Junípero Serra, creaban veintiuna misiones, a una jornada de distancia entre ellas, cordón de pequeños conventos con aldeas de indios adjuntas, que se extendía desde San Diego de Alcalá, junto a la actual frontera de Méjico, hasta más arriba de San Francisco.

     El catedrático había contemplado la estatua colosal de este civilizador evangélico en el parque de la «Puerta de Oro», el paseo más hermoso de la gran ciudad californiana. Las misiones fundadas por el padre Serra habían educado a los indios con más desinterés que las antiguas misiones jesuíticas del Paraguay, limitándose a su obra instructiva, sin soñar con la constitución de un estado teocrático.

     Asimismo, al presentársele la ocasión, conectaba el pasado y el presente, dando curso a la iniciativa desinteresada de quienes trataban de preservar con sus dólares una herencia común:

     La gran curiosidad de este jardín infinito a la vista eran las antiguas Misiones de los frailes españoles. Todo californiano veía en ellas la gloria histórica de su país. Los más de los conventos estaban en ruinas, manteniéndose con milagroso equilibrio las arcadas de sus claustros, hechos de adobes, y parte de sus bóvedas. Algunos de estos monumentos humildes eran reconstruidos por el entusiasmo patriótico, invirtiéndose en ellos cantidades enormes que hubiesen asombrado a los compañeros de Junípero Serra. Para darles estabilidad, eran introducidas armazones de acero en el interior de sus muros de tierra seca. Se empleaban los procedimientos más recientes y americanos de la edificación para perpetuar estas construcciones primitivas hechas por el indio y el fraile con simples rectángulos de barro cocidos al sol.