Uno de los grandes pilares de la ideología de Blasco Ibáñez fue la reivindicación culturalizadora. Para que la sociedad alcanzara el tan anhelado Progreso y se implantara con éxito un sistema de gobierno republicano, había que fomentar la educación del pueblo en su conjunto. En este marco se inscribe su iniciativa de fundar la Universidad Popular, empresa que defendió desde las páginas del diario El Pueblo, en un artículo como el que reproducimos en este blog y que volvería a aparecer en una publicación de la época como La Escuela Moderna. Revista pedagógica y administrativa de primera y segunda enseñanza, 142 (enero 1903), pp. 37-40.

Hace unos días, estando en la magnífica rotonda del Centro de Fusión Republicana, pensaba yo en la escasa utilidad de las sociedades, tanto políticas como de recreo, tal como están hoy constituidas, y lamentaba que un local tan amplio, por donde ha pasado y pasa toda la Valencia democrática, no sirva más que para fines de sociedad.

En nuestro casino republicano se hace lo mismo que en todas las sociedades de España. Se charla, se bromea, se juega a juegos lícitos y se baila muchas noches del año. De vez en cuando, una velada literaria musical, y en época de elecciones o de agitación pública, mítines, arengas y discusiones. Algo es esto último, y su influencia ejerce en la vida pública. Pero no bastan tales manifestaciones de actividad para justificar la vida y el prestigio de una asociación democrática. Hoy la diosa del mundo es la ciencia: ella sola puede abrir el porvenir a la humanidad, libre ya del fardo de viejas preocupaciones que la abrumaban. Cuanto más tardemos a abrazarnos a ella, más se retrasará la regeneración por que suspiramos.

Pensando en esto, surgió en mí la idea (ahorremos preámbulos) de fundar en Valencia una Universidad Popular como las que hace tiempo existen en los Estados Unidos y en Inglaterra: como la que funciona en París bajo la dirección del eminente Anatolio France, y a la cual prestó su protección Emilio Zola.

En dos días he solicitado el concurso de ilustres catedráticos, consultándoles mi idea y modificándola con arreglo a sus prudentes indicaciones. Su adhesión me ha prestado nuevos alientos, y, aunque no he podido solicitar por falta de tiempo el concurso de otras personalidades no menos distinguidas, creo llegado el momento de hacer pública la idea, con la seguridad de que será aceptada con entusiasmo por todo el pueblo valenciano, que desea instruirse y continuamente da pruebas de ello.

He aquí el plan en toda su sencillez:

Se establece la Universidad Popular de Valencia en el Centro de Fusión republicana, que dará gratuitamente el local, el alumbrado, etc., demostrando con esto que aparte de su carácter de sociedad política, es un centro de hombres progresivos y amantes de la instrucción, que se complacen en poner al servicio de la ciencia sus modestas fuerzas.

Se forma el cuerpo de profesores o claustro de la Universidad Popular con todos los Catedráticos de los diversos centros docentes de esta capital que quieran prestar su concurso, y con las personas de reconocida ilustración que deseen dar lecciones sobre su especialidad intelectual.

Las lecciones o conferencias serán diarias (menos los días festivos), durando, por ejemplo, de las nueve de la noche a las diez y media con rigurosa puntualidad, para que los oyentes no trasnochen y puedan asistir sin experimentar trastornos en su vida laboriosa.

La entrada en la Universidad Popular, libre y gratuita. Bastará inscribirse o matricularse, recibiendo en el acto de la inscripción una tarjeta que dará libre acceso a todas las lecciones.

Cada noche versará la conferencia sobre una distinta manifestación del saber. Por ejemplo: un día será la lección de Historia de España, y al siguiente de Química, y al otro de Astronomía, y sucesivamente de Literatura, de Ciencias industriales, de Medicina práctica, de Sociología, de Derecho penal moderno, de Filosofía, etc., etc., procurando todos los Catedráticos, con su excelente buen sentido de vulgarizadores de la sabiduría humana, hablar para que les entiendan, uniendo la amenidad a la franqueza de expresión, hasta poner la ciencia al alcance de los más tardos pensamientos. Se buscará persuadir más que deslumbrar; y lo que se pueda hacer ver con objetos o con figuras trazadas en la pizarra, no se demostrará con palabras.

La Universidad popular será lo mismo para las mujeres que para los hombres, pues todos necesitan de la instrucción, y el porvenir está confiado por igual a la madre y al padre. Con la Universidad Popular, el obrero adquirirá dulcemente y sin esfuerzo una ilustración que, aunque no sea muy profunda, no por esto resultará inferior a la que poseen los jóvenes que salen de nuestros centros docentes con un título académico. Y en España no solo hay que ilustrar al obrero. La chaqueta y aun el chaquet ocultan, por lo general, un ignorante igual o mayor que el que viste blusa. El industrial y el comerciante, obsesionados por sus negocios, no leen, y solo de oídas llegan a enterarse, como de un eco remoto, de los progresos que realiza el pensamiento humano. Sacrificando esa hora y media de la noche que se pasa en el café oyendo mentiras o chismorreando como comadres, puede matarse la bestia que todos llevamos dentro y merecer el título de hombres, del que únicamente son dignos los que desarrollan su cerebro, haciéndolo el primer órgano del cuerpo.

Se me dirá que ya existe la llamada Extensión universitaria y que en la Universidad y en el Instituto se dan conferencias libres para todos los que quieren asistir. ¿Y cuánta gente asiste? Ni una docena de oyentes. Ésta es la mejor demostración en favor de la Universidad Popular y en contra de la Extensión universitaria.

El obrero siente cierta repugnancia a entrar en esos centros de enseñanza, donde la ciencia se muestra ceñuda e imponente y que fueron creados para los hijos de los ricos. La gente de la clase media siente el rubor de la ignorancia y no quiere revelar su miseria mental acudiendo en plena madurez de la vida a un lugar al que solo asiste la juventud.

Se necesita un terreno nuevo, donde todos puedan entrar, donde se presente la enseñanza con ropajes de fiesta y se sirva la ciencia como una diversión.

La Universidad Popular será todas las noches algo así como un teatro libre y gratuito de la enseñanza.

Ya que el pueblo no va en busca de la Universidad, la Universidad debe bajar de su pedestal, saliendo al encuentro del pueblo.

Es verdad que en este sentido se hicieron ensayos en Madrid por Salmerón, Giner de los Ríos y otros, resultando siempre infructuosos. Pero ocurrió así por especialísimas condiciones.

Para que un organismo viva, precisa antes un ambiente favorable a su desarrollo. Crear una Universidad Popular donde no existe pueblo, es caer en plena decepción. Pero aquí existe un pueblo entusiasta, respetuoso con la Ciencia, que es el Progreso, y ávido de saber. Que los maestros salgan de su antigua cátedra, aunque solo sea tres veces por mes para hablar a la gran masa, y se convencerán de que el pueblo ansia escucharles.

Además, nuestra Universidad Popular no va a nutrirse únicamente de los elementos científicos que encierra Valencia. Nace pobre, sin otro apoyo que la benevolencia de los profesores que se presten al sacrificio en bien de la cultura popular, y el entusiasmo de la gran masa que desea instruirse: ni exige dinero por la enseñanza ni cuenta con subvenciones; pero en su modestia tendrá —yo lo aseguro— medios para traer cada mes a algún hombre notable de otras provincias, catedrático, gran escritor o sabio de gabinete, que permanezca algunos días entre nosotros para dar tres o cuatro conferencias en la Universidad Popular sobre la especialidad que haya ilustrado su nombre.

Con fe y entusiasmo, todo se logra. Mayores milagros se han visto.

Hora es ya que España tenga Universidad Popular, como los pueblos que nos derrotaron o pueden derrotarnos; y si una ciudad debe empezar, ¿cuál mejor que Valencia, ya que oradores y poetas tantas veces la han llamado Atenas del Mediterráneo?

No todo ha de ser lamentarse de que vivimos muy atrasados, de que somos muy ignorantes y de que urge regenerarnos por la instrucción. ¡De pie y andando!…

Que los Profesores den su sabiduría, y nosotros les daremos un público. El hombre de estudio no puede permanecer insensible a la noble y justa vanidad de que su palabra sea escuchada, no por unos cuantos escolares aburridos por la monotonía del programa, sino por mil personas que se estremezcan y vibren ante la hermosura de esa Ciencia que hoy solo ven de lejos, envuelta en velos, como una Isis misteriosa y ceñuda.

Vicente Blasco Ibáñez