Hoy recuperamos a través de las propias palabras de Blasco Ibáñez el encuentro entre dos amigos, dos artistas y dos valencianos  que amaron profundamente su tierra. El mar Mediterráneo, fuente de inspiración en ambos, fue testigo de su mutuo aprecio.

Prólogo de Flor de mayo

            » Muchas veces, al vagar por la playa preparando mentalmente mi novela, encontré a un pintor joven –sólo tenía cinco años más que yo– que laboraba a pleno sol, reproduciendo mágicamente sobre sus lienzos el oro de la luz, el color invisible del aire, el azul palpitante del Mediterráneo, la blancura transparente y sólida al mismo tiempo de las velas, la mole rubia y carnal de los grandes bueyes cortando la ola majestuosamente al tirar las barcas.

            Este pintor y yo nos habíamos conocido de niños, perdiéndonos luego de vista. Venía de Italia y acababa de obtener sus primeros triunfos.

            Convertido al realismo en el arte y abominando de la pintura aprendida en las escuelas, tenía por único maestro al mar valenciano, admirando fervorosamente su luminoso esplendor.

            Trabajamos juntos, él en sus lienzos, yo en mi novela, teniendo enfrente el mismo modelo. Así se reanudó nuestra amistad, y fuimos hermanos, hasta que hace poco nos separó la muerte.

            Era Joaquín Sorolla. «

Vicente Blasco Ibáñez.

Prólogo posterior a la novela,

1923